domingo, 11 de abril de 2010

UN NACIMIENTO DE MIERDA

Si en una merienda sumamos en el mismo estómago tres cuartos de un bizcocho, dos donuts y alguna que otra rosquilla, lo bañamos con dos tazas de café bien cargado y lo dejamos reposar unos minutos, tenemos la mezcla explosiva que se agitaba en mi interior amenazando con salir a la luz sin mi permiso.

Un día cualquiera de una tarde cualquiera en una celebración cualquiera, en mi casa.


Me dirigía a dar parte de esta “más que opípara” comida cuando aquel pasillo de apenas tres metros de largo que santísimas veces había recorrido, comenzó a cambiar: a cada paso que daba, el final (y con él mi meta, el cuarto de baño) se alejaba más y más de mí. ¿Defecto de mi vista? ¿Alteraciones en mi percepción? Lo único que puedo decir es que mi cuerpo se estaba quedando completamente congelado, estertores comenzaban a paralizarme las piernas, que difícilmente podía mover dada la dificultad para contener lo que, una vez sentado, expulsaría con todo gusto. Con los brazos apoyados en las paredes intentando no caer al suelo, y mientras dos goterones de sudor recorrían mi rostro, mi vista se enturbiaba mientras divisaba la puerta más lejana que nunca.


Quizás una punzada de dolor, no poder mover mis extremidades inferiores, o la pérdida de orientación, de repente caí al suelo. Incapaz de ponerme en pie, comencé a arrastrarme en busca de la habitación en la que me desprendería del mal que me poseía. Y así llegué al cuarto de baño. Escalé apoyándome en el bidet y en el lavabo, y una vez de pie quitarme la ropa fue un juego de niños.

Una vez sentado, simplemente me dejé llevar, cedí el control a mi cuerpo, que inició el proceso de desalojo de forma automática. Me transformé en un gigantesco grifo del que salía todo en estado licuoso y no exento de grumos. Sin embargo, apenas podía darme cuenta de aquello ya que me encontraba en un éxtasis cercano al orgasmo, un placer infinito me invadía por completo, piel de gallina, ojos en blanco y los dedos de los pies completamente estirados. ¿Cuánto duró aquello? ¿Minutos? ¿Segundos? Perdí por completo la noción del tiempo, posiblemente hasta mi alma saliera del cuerpo y realizara todo un viaje astral.


Pero desperté. La terrible sensación de que algo no estaba saliendo bien me trajo de nuevo a la tierra.

Todo se había parado. Aún conservaba el tacto caliente y pringoso de lo que había estado saliendo. Al cesar de evacuar comenzaba a notar cierta sensación de pegajosidad en mis bajos. Pero ese no era el problema. Algo evitaba que siguiera defecando, algo obstruía el tramo final del recto. Un breve chequeo interno me descubrió que lo peor estaba por llegar. Un consistente y gran óvolo esperaba su turno de salida y la evacuación no iba a ser nada fácil. El orificio era más pequeño que el objeto a despedir, con lo que iba a hacer falta mucha energía y concentración.

Primer intento: El esfuerzo fue mínimo, ya que el objetivo era sondear el tamaño del monolito. Los resultados fueron descorazonadores: el proceso iba a resultar lento y doloroso. Bastante doloroso. Muy doloroso.

Segundo intento: Máxima concentración. Aguantando la respiración, centré todas mis fuerzas en busca de conseguir sacar al intruso…sí…sí…sí… la cabeza asomó levemente… sí…sí…no. Mis músculos volvieron a relajarse y todo volvió a quedar como antes.


Aquello era superior a mis fuerzas, pensé en abandonar. A mi mente volvieron recuerdos de otras situaciones similares, todas contadas en victorias. Pero esta vez era distinto. Esta operación requería una apertura anal que rozaba los límites de lo normal. Tendría que poner a prueba la resistencia de mi propia musculatura.

Sujeté la taza del váter con las manos, encogí mi cuerpo al máximo para aunar fuerzas, inspiré profundamente…

Tercer intento: casi oía el rechinar de mis dientes, los dedos de mis pies completamente pegados a la planta y mis fuerzas orientadas a excretar aquel pedrusco. Tras diez segundos reapareció la cabeza. Para celebrar aquella pequeña victoria aproveché para volver a inspirar y, como si con fuerzas renovadas estuviera, procedí a ejecutar la segunda fase: de la cabeza a la mitad del cuerpo. Dolorosamente notaba como se abría paso entre mis paredes y, como si la palpara con mis manos, iba conociendo su forma. Llegando al ecuador comencé a sentir cómo iba pasando el tallo de aquella “rosa”: terribles arañazos en las paredes del ano, como si el emigrante viniera adornado con púas. Sin duda, lo peor estaba pasando. Consciente de ello, y sacando energías de donde ya no quedaban procedí a emitir el tercer empujón. Notaba mi cuerpo completamente sudoroso, no sabía cuánto tiempo llevaba pariendo aquella bola inservible, sintiendo cómo ensanchaba el diámetro de mi querido conducto de salida.


Y, por fin, salió la mitad. Como una reacción en cadena, en apenas dos o tres segundos experimenté una serie de sensaciones de las que apenas puedo recordar las más impactantes: La desagradable sensación de que algo colgaba (una hedionda estalactita que bailaba por el vacío del retrete con la certidumbre de que caería en cualquier momento); la segunda mitad del objeto, de tamaño decreciente cayendo, deslizándose entre las cedidas paredes de mi recto; La sensación de vacío al descongestionarse aquel tramo final aparato digestivo; El sonido apagado de aquel muerto al caer al fondo; El desagradable pero fresco baño de mis posaderas con las aguas que saltaron; Y, sobre todo, la sensación de relax tras desprenderme de tal peso.

Me apoyé en el respaldar, dejé caer la cabeza en la pared, abrí los ojos y exhalé un largo y profundo suspiro. Volví a estirar las piernas y quité las manos, casi entumecidas, de la taza. Tras unos segundos, el cuerpo comenzó a pasar factura del trabajo, un gran escozor ¿o dolor? era el balance final de daños. Estudié el paisaje y descubrí con gran alegría el envase de toallitas húmedas. Después de todo, parece ser que lo peor había pasado.



Movido por la curiosidad o por el orgullo paterno, me levanté de la taza para contemplar mi obra. Pero cuál fue mi sorpresa al descubrir que no me esperaba en el fondo del váter. Tras un rato contemplando aquel desolado paisaje y preguntándome qué había sido de ese ingrato hijo, llegué a una conclusión: A pesar de lo seca de su piel, el contacto con los restos del líquido elemento que emití al principio y que se encontraba en mis posaderas, le había lubricado lo suficiente como para, una vez caído al fondo, deslizarse por la tubería en busca de nuevas aventuras.

miércoles, 7 de abril de 2010

TENGO UN DESTINO

Podemos llamar chirimiri a aquella subespecie de lluvia ¿light? cuyas gotas apenas se aprecian a simple vista, no cala en la ropa (de hecho, ni siquiera moja) y que solemos reconocer al sentir en la cara los pinchacitos refrescantes de las gotas. Se la denomina lluvia siguiendo el mismo criterio por el que llamamos leche a la desnatada (cuyo único parecido con lo que dan las vacas es el diseño del tetrabrick, porque ni color, olor ni sabor coinciden), pero –entre tú y yo– eso… no es lluvia.

El calabobo es el siguiente escalafón en importancia. Aunque seguimos sin apreciarla a simple vista, suele ser la pesadilla de quienes llevan gafas (¿para cuándo unas con limpiaparabrisas?); no pincha –de hecho resulta refrescante, muy agradable–, no suele importar estar bajo ella –casi gusta sentirla– y entre una cosa y otra, cuando te quieres dar cuenta, estás calado hasta los huesos.

Lo peor de estos fenómenos meteorológicos no es mojarse, ni quiera jugarse el tipo por unas calles que parecen auténticas pistas de patinaje. El gran problema reside en encontrar, reconocer, acertar, hallar… el momento preciso en el que abrir el paraguas. Porque si se usa ante el menor chirimiri… poco más que se hace el ridículo. Y si se lleva de la mano en la fase final del calabobo… además del ridículo, se hace el canelo (pues poco más que vas a necesitar que te expriman al llegar a casa)

¿Cómo lo sé? Simplemente, lo sé.

.

Tengo un destino, un objetivo, una misión, y mi vida gira en torno a ella. Mi único papel en este mundo es el desempeño de mi labor, y de su correcto cumplimiento depende en gran parte mi vida.

Desde mi llegada a este mundo (o desde antes, pues fui concebido para la tarea que tengo encomendada), el único sentido de mi existencia es estar disponible para cuando se me necesite y ser de la mayor utilidad posible, teniendo en cuenta mis posibilidades y limitaciones.

Hoy… me he visto incapaz de llevar a cabo mi trabajo.

Hasta tal punto estoy vinculado a lo que hago que, en este país, se me conoce por el nombre de mi oficio. Y no es que me disguste, de hecho, me parece curioso (y casi motivo de orgullo) que, mientras todas las personas tienden a recortar su nombre (Manu/Manuel, Pepa/MªJosé…) a nadie le ha dado por acortar el mío.

.

A primera vista, el físico no me distingue del resto de mis iguales, mi tamaño estándar, sobriedad, porte y elegancia me hacen acompañante ideal para los caballeros, aunque nunca he llegado a desentonar junto a una mujer. Quizá mi estructura interna –lo recio y firme de mis articulaciones, la dureza y grosor de mi esqueleto, y lo perfecto de mi acabado– sea lo que me diferencie del resto. Y es que soy único en mi especie, dispongo de una complexión privilegiada.

Por mis dimensiones sólo estoy capacitado para trabajar para una persona. No es que sea de constitución débil, pero no destaco por mis dimensiones. Puedo garantizar la seguridad de una persona tranquilamente, la acojo en mi seno y protejo férreamente, sin dar ocasión a deslices, fallos o descuidos, siempre haciendo honor a la gallardía de mi estirpe.

No obstante, cuando la situación lo exige y debo dar el 200% de mí, controlando la seguridad de dos personas a la vez, no lo dudo y asumo el reto. Si no es fácil trabajar con una persona, con dos es –más que un reto– toda una odisea. Mi labor es hacer de lo prácticamente imposible algo real, y lucho por ello. ¡Y no lo haré tan mal cuando, a veces, se me exige velar por tres o cuatro personas!

Hace años que trabajo para el mismo dueño. Son muchas las vicisitudes, situaciones y momentos únicos por los que hemos pasado: nunca ha tenido motivo de queja hacia mi trabajo, ni yo de reproche hacia su trato. Hemos vivido mucho juntos, hemos visto mundo, y después de todo este tiempo es increíble cómo hemos llegado a conocernos y a coordinarnos. Casi puede decirse que, cuando entro en acción, “somos uno”.

Cada señal, cada cicatriz, cada uno de los arañazos que conservo y luzco con una pequeña muestra de las batallas por las que juntos hemos pasado; todas encierran una historia. Todas ganadas, todas superadas –con esfuerzo, pero contadas por victoria– Todas… menos la de hoy.

.

Inicialmente la misión no revestía complejidad alguna. De hecho, llevaba operando un tiempo en el territorio sin problemas que reseñar. Sabía que la zona era conflictiva, que era bastante usual ver cómo compañeros de profesión y especie perecían en acto de servicio, pero –orgulloso por mi intachable hoja de servicio– estaba seguro de que –no exento de dificultad– se cumpliría el objetivo marcado. ¡Qué equivocado estaba! Preparado para la lluvia, no contaba con el brusco golpe de viento que, repentinamente, me embistió en la primera esquina que cruzamos, me separó de mi dueño desarmándolo y abandonándolo a su suerte, me lesionó y dejó impedido para cumplir mi labor… provocando que me abandonaran a mi suerte en una papelera.

Y es que, no hay nada más duro que ser un paraguas en Tarifa.