miércoles, 7 de abril de 2010

TENGO UN DESTINO

Podemos llamar chirimiri a aquella subespecie de lluvia ¿light? cuyas gotas apenas se aprecian a simple vista, no cala en la ropa (de hecho, ni siquiera moja) y que solemos reconocer al sentir en la cara los pinchacitos refrescantes de las gotas. Se la denomina lluvia siguiendo el mismo criterio por el que llamamos leche a la desnatada (cuyo único parecido con lo que dan las vacas es el diseño del tetrabrick, porque ni color, olor ni sabor coinciden), pero –entre tú y yo– eso… no es lluvia.

El calabobo es el siguiente escalafón en importancia. Aunque seguimos sin apreciarla a simple vista, suele ser la pesadilla de quienes llevan gafas (¿para cuándo unas con limpiaparabrisas?); no pincha –de hecho resulta refrescante, muy agradable–, no suele importar estar bajo ella –casi gusta sentirla– y entre una cosa y otra, cuando te quieres dar cuenta, estás calado hasta los huesos.

Lo peor de estos fenómenos meteorológicos no es mojarse, ni quiera jugarse el tipo por unas calles que parecen auténticas pistas de patinaje. El gran problema reside en encontrar, reconocer, acertar, hallar… el momento preciso en el que abrir el paraguas. Porque si se usa ante el menor chirimiri… poco más que se hace el ridículo. Y si se lleva de la mano en la fase final del calabobo… además del ridículo, se hace el canelo (pues poco más que vas a necesitar que te expriman al llegar a casa)

¿Cómo lo sé? Simplemente, lo sé.

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Tengo un destino, un objetivo, una misión, y mi vida gira en torno a ella. Mi único papel en este mundo es el desempeño de mi labor, y de su correcto cumplimiento depende en gran parte mi vida.

Desde mi llegada a este mundo (o desde antes, pues fui concebido para la tarea que tengo encomendada), el único sentido de mi existencia es estar disponible para cuando se me necesite y ser de la mayor utilidad posible, teniendo en cuenta mis posibilidades y limitaciones.

Hoy… me he visto incapaz de llevar a cabo mi trabajo.

Hasta tal punto estoy vinculado a lo que hago que, en este país, se me conoce por el nombre de mi oficio. Y no es que me disguste, de hecho, me parece curioso (y casi motivo de orgullo) que, mientras todas las personas tienden a recortar su nombre (Manu/Manuel, Pepa/MªJosé…) a nadie le ha dado por acortar el mío.

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A primera vista, el físico no me distingue del resto de mis iguales, mi tamaño estándar, sobriedad, porte y elegancia me hacen acompañante ideal para los caballeros, aunque nunca he llegado a desentonar junto a una mujer. Quizá mi estructura interna –lo recio y firme de mis articulaciones, la dureza y grosor de mi esqueleto, y lo perfecto de mi acabado– sea lo que me diferencie del resto. Y es que soy único en mi especie, dispongo de una complexión privilegiada.

Por mis dimensiones sólo estoy capacitado para trabajar para una persona. No es que sea de constitución débil, pero no destaco por mis dimensiones. Puedo garantizar la seguridad de una persona tranquilamente, la acojo en mi seno y protejo férreamente, sin dar ocasión a deslices, fallos o descuidos, siempre haciendo honor a la gallardía de mi estirpe.

No obstante, cuando la situación lo exige y debo dar el 200% de mí, controlando la seguridad de dos personas a la vez, no lo dudo y asumo el reto. Si no es fácil trabajar con una persona, con dos es –más que un reto– toda una odisea. Mi labor es hacer de lo prácticamente imposible algo real, y lucho por ello. ¡Y no lo haré tan mal cuando, a veces, se me exige velar por tres o cuatro personas!

Hace años que trabajo para el mismo dueño. Son muchas las vicisitudes, situaciones y momentos únicos por los que hemos pasado: nunca ha tenido motivo de queja hacia mi trabajo, ni yo de reproche hacia su trato. Hemos vivido mucho juntos, hemos visto mundo, y después de todo este tiempo es increíble cómo hemos llegado a conocernos y a coordinarnos. Casi puede decirse que, cuando entro en acción, “somos uno”.

Cada señal, cada cicatriz, cada uno de los arañazos que conservo y luzco con una pequeña muestra de las batallas por las que juntos hemos pasado; todas encierran una historia. Todas ganadas, todas superadas –con esfuerzo, pero contadas por victoria– Todas… menos la de hoy.

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Inicialmente la misión no revestía complejidad alguna. De hecho, llevaba operando un tiempo en el territorio sin problemas que reseñar. Sabía que la zona era conflictiva, que era bastante usual ver cómo compañeros de profesión y especie perecían en acto de servicio, pero –orgulloso por mi intachable hoja de servicio– estaba seguro de que –no exento de dificultad– se cumpliría el objetivo marcado. ¡Qué equivocado estaba! Preparado para la lluvia, no contaba con el brusco golpe de viento que, repentinamente, me embistió en la primera esquina que cruzamos, me separó de mi dueño desarmándolo y abandonándolo a su suerte, me lesionó y dejó impedido para cumplir mi labor… provocando que me abandonaran a mi suerte en una papelera.

Y es que, no hay nada más duro que ser un paraguas en Tarifa.

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