lunes, 31 de diciembre de 2012
lunes, 17 de diciembre de 2012
Joaquín de Burdeos
Me comentó una compañera de departamento que (en un examen que hizo a 3º de ESO) a la pregunta sobre quién escribió "Los milagros de Nuestra Señora", un alumno respondió "Joaquín de Burdeos".
Entre bromas insistí en la necesidad de buscar a Joaquín de Burdeos para comprobar si verdaderamente fue o no el autor en la sombra del libro que popularmente se atribuye a Gonzalo de Berceo. Tras una ardua búsqueda dimos con él, y este es el mensaje que quiso que transmitiera a sus alumnos:
Mis muy estimados discentes:
Me sorprende encontrarme aquí,
escribiéndoos unas letras con la finalidad de darme a conocer ante vuestras
mercerdes. Me llamo Joaquín Ignacio Sánchez-Expósito de la Lastra, y apostaría
mi fortuna a que mi nombre os pasará desapercibido. No obstante, estoy más que
seguro que me reconocerán por mi sobrenombre, Joaquín de Burdeos.
En primer lugar, quisiera agradecer a vuestra profesora que me haya buscado y que compartiera conmigo tan gozosa anécdota como la que ocurriera hace unas semanas en esta misma aula. Obviamente, no fui quien escribió y dio nombre a Los milagros de nuestra señora. Desconozco, de hecho, la posible opinión que este suceso pudiera despertar en la figura del excelso Gonzalo de Berceo; no obstante –y agravios comparativos aparte– seguro que se hubiera sorprendido más de que aún se estudie su figura y sus obras, que de tan mayúscula confusión con respecto a la autoría de su libro más conocido.
No es la primera vez que mi nombre aparece en un examen escolar. De hecho, tengo el orgullo de ser una de las figuras erróneas más citadas. Tanto, que no podría poner en pie la cantidad de puntos que el alumnado ha dejado de tener al incluirme como autor de clásicos literarios, filósofo, clérigo, o incluso desempeñando la labor de descubridor y conquistador.
No es fácil ser un error; a decir
verdad, me costó bastante asimilar y aceptar esta nueva condición de
equivocación. No todo el mundo puede vivir siendo consciente de que su
existencia está relacionada con el despiste o la ignorancia de aquellos que te
citan o te nombran. Podría enumerar una larga lista de personajes anímicamente
derrotados, prácticamente sin autoestima, que vagan a través de trabajos y
exámenes, y que han caído en los brazos de la locura creyéndose autores de
obras como Cantar de Mío Cid, Lazarillo de Tormes… o incluso Don Quijote de la Mancha.
Es, prácticamente, una labor titánica conservar tu propia identidad cuando constantemente te atribuyen hazañas o acciones realizadas por otros. De hecho, de no ser por la pronta y atenta corrección que del examen hizo, me hubiera resultado imposible quitarme de la cabeza que fui yo quien escribió, en aquel monasterio, tan magnífica compilación de historias. Aquella cruz roja en la pregunta sobre la autoría de Los milagros de nuestra señora, consiguió que mi vida y mi personalidad permanezcan intactas, que siga siendo aquel que fui… y que prácticamente todos desconocen.
Porque no soy una figura histórica de renombre, ni siquiera llegué a ser conocido más allá de las paredes de mi casa, de mi familia, de mi círculo de amigos. Posiblemente el único episodio de notoriedad fuera el que acabó originando mi sobrenombre “De Burdeos”: No podría concretar el año del Señor en el que nací; y cualquier dato o anécdota que aporte sobre la sociedad en la que me crie, tiene más posibilidades de ser error de un alumno que un dato certero. Lo que sí recuerdo casi a la perfección era que pasé los primeros años de mi vida viviendo en un hogar muy modesto: era la mía una familia casi sin recursos, tenía quince hermanos, y una madre que ganaba –trabajando en una tintorería– lo justo para que sobrevivieran, como mucho, la mitad. Pero ya conocemos a las madres, como todas, la mía intentaba hacer magia para poder llevarnos a todos adelante. Entre sus trucos sobresalían aquellos que hacía con las prendas de vestir: para ocultarnos que la ropa que lucíamos provenía de la beneficiencia, solía introducir en grandes tinajas llenas de colorante –en la tintorería, cuando nadie la veía– la ropa que le cedían. De esta manera, las prendas que heredábamos aparecían nuevas y maravillosas a nuestros ojos.
Quiso la casualidad que, durante mi primer año en el colegio, la tinaja que pillaba a mi madre más “a mano” –la menos vigilada– fuera la que convertía las diferentes tonalidades en guinda o… burdeos. Tras varios meses luciendo ropas de este color… me gané el nombre de Joaquín “el de Burdeos”. Fueron los años y diversos avatares los encargados de la desaparición del artículo.
Años más tarde –y como ya hiciera con mis hermanos mayores– quiso mi madre dejarme volar libre para que, además de tener una boca menos de la que preocuparse, pudiera hacerme un hombre de bien. Y a un ciego que pasaba por el pueblo le encomendó tan pedagógica labor, poniéndome a su servicio. Mil desventuras pasé con aquel y otros muchos amos que el destino quiso darme. ¡Quién hubiera dicho en aquellos días que acabaría siendo conocido como uno de los mayores humanistas de mi época! No fue fácil escribir Elogio de la locura, sobre todo después de acabar en galeras mi vida como pícaro. Pero sí que supuso un alivio comparado con la enorme desilusión que me provocó continuar la historia que encontré en unos legajos durante mis años en la universidad de Salamanca. En un principio, parecía fácil desarrollar lo que se contaba en aquella especie de tragicomedia, pero a medida que escribía iba siendo consciente del abismo que separaba lo que escribía y la enorme calidad del primer acto de La Celestina. Quizás por ello, quise dejar constancia de la auténtica autoría del texto cuando el azar volvió a poner en mis manos un papiro con otra historia. Desde el principio indiqué la responsabilidad de Cide Amete en todo aquel universo literario que suponía la escritura de El Quijote…
Pero de todas esas historias preferiría no hablar. Me cuesta discernir bastante lo que verdaderamente forma parte de mi historia y lo que son despistes juveniles plasmados en una hoja o en las repuestas a un examen oral. Es complicado recordar tu propia historia cuando todo el mundo te atribuye momentos que no has vivido, libros que no has escrito, pensamientos que no has tenido… No recuerdo si lo dije, lo leí, o lo escribí, pero sin lugar a dudas: soy un juguete del destino.
En fin, queridos alumnos, no desvarío más. Les dejo. Espero que esta carta no les haya aburrido o disgustado, y que sepan perdonar mi atrevimiento si les digo que, la próxima vez que se enfrenten en clase a una pregunta, piensen en nosotros: De soñar con salir en los libros de historia a aparecer en respuestas incorrectas de un examen hay una gran diferencia…
Un fuerte abrazo
Joaquín de Burdeos
lunes, 10 de diciembre de 2012
Rompiendo la Maldición
Es una maldición. Cuesta trabajo
llegar a descubrirlo cuando uno se encuentra completamente sumergido en la
dinámica de la vida. Pero es una maldición. Una maldición terrible.
Creía que crecer era la peor de
las enfermedades, pero me equivocaba. Es la más retorcida de las maldiciones. Apenas
te ha dado tiempo a asimilar la adolescencia y, de repente, te descubres adulto.
Es, en ese preciso instante en el que descubres el nuevo estatus, cuando tomas verdadera
conciencia de dos realidades terribles: la mortalidad y el camino sin retorno
que conduce a ella.
No hay vuelta atrás, no hay Delorians,
no hay pócima ni magia lo suficientemente poderosa. Ya es demasiado tarde. Te
encuentras inmerso en una vorágine de información, situaciones, deberes y
responsabilidades… que no compensan (para nada) las ventajas que de niño y
joven envidiabas de los mayores. Y, consciente de la inocencia de aquellos
pensamientos, sonríes al descubrir la ironía de haber querido ser mayor durante
toda la infancia… cuando ahora añoras tener unos años menos y disfrutar con
plenitud de todos aquellos momentos pasados. Pero te habitúas con toda
normalidad a esta nueva situación. Te sumerges en la rutina, te implicas en
esta nueva vida, y comienzan a pasar los años…
La maldición surtió su efecto y los
protagonistas de este cuento –que de repente se volvió oscuro, triste y
monótono– viven sus nuevas vidas con la naturalidad de quienes piensan que no
hay otra realidad que no sea aquella en la que viven.
Pero no hay hechizo eterno. De
repente, un buen día abres los ojos y…
Descubres que la maldición (simplemente) se rompió. Sin sortilegios ni
encantamientos, sin pociones ni rituales. La maldición (simplemente)
desapareció. Aunque te miras al espejo y descubres las secuelas físicas que
ha dejado todo ese tiempo de condena: arrugas, canas, algún que otro pelo de
menos… En la mirada sigues reconociendo la alegría, los sueños y la inocencia del
niño que se fue; las inquietudes, ilusiones y picaresca del joven que se fue.
Descubres que la maldición (simplemente) se rompió. No hay castillos
rodeados de zarzales ni casitas en mitad del bosque, no se vive en reinos
lejanos ni pueblos encantados. La maldición (simplemente) desapareció. Un
vistazo a las habitaciones del piso y, aunque los muebles siguen en su sitio, te
sorprende ver pequeños detalles en el “skyline” que le confieren un aspecto
diferente. Un juguetillo por aquí… un chupete allá… ese enchufe tapado… El
espacio físico no parece haber cambiado, pero el calor que desprende el hogar
es otro. Parece que, de nuevo, tiene vida.
En mi caso, he experimentado esta
magia en dos ocasiones: hace 20 años, justo cuando emprendía el camino para ser
adulto, me convertí en “hermano”; y, hace hoy 1 año, me volvieron a rescatar,
convirtiéndome en “tío”.
Gracias Almu. Gracias Pablo.
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