Es una maldición. Cuesta trabajo
llegar a descubrirlo cuando uno se encuentra completamente sumergido en la
dinámica de la vida. Pero es una maldición. Una maldición terrible.
Creía que crecer era la peor de
las enfermedades, pero me equivocaba. Es la más retorcida de las maldiciones. Apenas
te ha dado tiempo a asimilar la adolescencia y, de repente, te descubres adulto.
Es, en ese preciso instante en el que descubres el nuevo estatus, cuando tomas verdadera
conciencia de dos realidades terribles: la mortalidad y el camino sin retorno
que conduce a ella.
No hay vuelta atrás, no hay Delorians,
no hay pócima ni magia lo suficientemente poderosa. Ya es demasiado tarde. Te
encuentras inmerso en una vorágine de información, situaciones, deberes y
responsabilidades… que no compensan (para nada) las ventajas que de niño y
joven envidiabas de los mayores. Y, consciente de la inocencia de aquellos
pensamientos, sonríes al descubrir la ironía de haber querido ser mayor durante
toda la infancia… cuando ahora añoras tener unos años menos y disfrutar con
plenitud de todos aquellos momentos pasados. Pero te habitúas con toda
normalidad a esta nueva situación. Te sumerges en la rutina, te implicas en
esta nueva vida, y comienzan a pasar los años…
La maldición surtió su efecto y los
protagonistas de este cuento –que de repente se volvió oscuro, triste y
monótono– viven sus nuevas vidas con la naturalidad de quienes piensan que no
hay otra realidad que no sea aquella en la que viven.
Pero no hay hechizo eterno. De
repente, un buen día abres los ojos y…
Descubres que la maldición (simplemente) se rompió. Sin sortilegios ni
encantamientos, sin pociones ni rituales. La maldición (simplemente)
desapareció. Aunque te miras al espejo y descubres las secuelas físicas que
ha dejado todo ese tiempo de condena: arrugas, canas, algún que otro pelo de
menos… En la mirada sigues reconociendo la alegría, los sueños y la inocencia del
niño que se fue; las inquietudes, ilusiones y picaresca del joven que se fue.
Descubres que la maldición (simplemente) se rompió. No hay castillos
rodeados de zarzales ni casitas en mitad del bosque, no se vive en reinos
lejanos ni pueblos encantados. La maldición (simplemente) desapareció. Un
vistazo a las habitaciones del piso y, aunque los muebles siguen en su sitio, te
sorprende ver pequeños detalles en el “skyline” que le confieren un aspecto
diferente. Un juguetillo por aquí… un chupete allá… ese enchufe tapado… El
espacio físico no parece haber cambiado, pero el calor que desprende el hogar
es otro. Parece que, de nuevo, tiene vida.
En mi caso, he experimentado esta
magia en dos ocasiones: hace 20 años, justo cuando emprendía el camino para ser
adulto, me convertí en “hermano”; y, hace hoy 1 año, me volvieron a rescatar,
convirtiéndome en “tío”.
Gracias Almu. Gracias Pablo.
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