lunes, 10 de diciembre de 2012

Rompiendo la Maldición

Es una maldición. Cuesta trabajo llegar a descubrirlo cuando uno se encuentra completamente sumergido en la dinámica de la vida. Pero es una maldición. Una maldición terrible.
Creía que crecer era la peor de las enfermedades, pero me equivocaba. Es la más retorcida de las maldiciones. Apenas te ha dado tiempo a asimilar la adolescencia y, de repente, te descubres adulto. Es, en ese preciso instante en el que descubres el nuevo estatus, cuando tomas verdadera conciencia de dos realidades terribles: la mortalidad y el camino sin retorno que conduce a ella.
No hay vuelta atrás, no hay Delorians, no hay pócima ni magia lo suficientemente poderosa. Ya es demasiado tarde. Te encuentras inmerso en una vorágine de información, situaciones, deberes y responsabilidades… que no compensan (para nada) las ventajas que de niño y joven envidiabas de los mayores. Y, consciente de la inocencia de aquellos pensamientos, sonríes al descubrir la ironía de haber querido ser mayor durante toda la infancia… cuando ahora añoras tener unos años menos y disfrutar con plenitud de todos aquellos momentos pasados. Pero te habitúas con toda normalidad a esta nueva situación. Te sumerges en la rutina, te implicas en esta nueva vida, y comienzan a pasar los años…
La maldición surtió su efecto y los protagonistas de este cuento –que de repente se volvió oscuro, triste y monótono– viven sus nuevas vidas con la naturalidad de quienes piensan que no hay otra realidad que no sea aquella en la que viven.
Pero no hay hechizo eterno. De repente, un buen día abres los ojos y…

Descubres que la maldición (simplemente) se rompió. Sin sortilegios ni encantamientos, sin pociones ni rituales. La maldición (simplemente) desapareció. Aunque te miras al espejo y descubres las secuelas físicas que ha dejado todo ese tiempo de condena: arrugas, canas, algún que otro pelo de menos… En la mirada sigues reconociendo la alegría, los sueños y la inocencia del niño que se fue; las inquietudes, ilusiones y picaresca del joven que se fue.
Descubres que la maldición (simplemente) se rompió. No hay castillos rodeados de zarzales ni casitas en mitad del bosque, no se vive en reinos lejanos ni pueblos encantados. La maldición (simplemente) desapareció. Un vistazo a las habitaciones del piso y, aunque los muebles siguen en su sitio, te sorprende ver pequeños detalles en el “skyline” que le confieren un aspecto diferente. Un juguetillo por aquí… un chupete allá… ese enchufe tapado… El espacio físico no parece haber cambiado, pero el calor que desprende el hogar es otro. Parece que, de nuevo, tiene vida.
Descubres que la maldición (simplemente) se rompió. Sin la participación de magos ni de brujas, sin hechiceros ni hadas.  La maldición (simplemente) desapareció. Y parece mentira que una personita tan pequeñita haya obrado el milagro y nos haya salvado. Su compañía es la que nos devuelve aquello que fuimos, y su sonrisa la que nos permite serlo. Y así, por arte de magia, dejamos de ser un personaje más de la aburrida historia de los adultos para convertirnos en protagonistas de su cuento, transformándonos en papá y mamá, abuelo y abuela, tío y tía…

En mi caso, he experimentado esta magia en dos ocasiones: hace 20 años, justo cuando emprendía el camino para ser adulto, me convertí en “hermano”; y, hace hoy 1 año, me volvieron a rescatar, convirtiéndome en “tío”.
Gracias Almu. Gracias Pablo.

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